Relatos agrarios

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Dos sillas

 

     El Lugar, cuyo nombre verdadero no viene al caso, sólo tenía dos o tres largas calles, perfectamente alineadas y estructuradas en manzanas cuadriculadas como corresponde a un pueblo de colonización. En ellas vivías dos o tres cientos de familias dedicadas exclusivamente a la agricultura.

     No había bares, ni tabernas, ni cafeterías, ni paseo organizado. El pueblo no tenía ni tiempo ni historia para haber organizado esos elementos sociales. De ahí tal vez la curiosa manera de organizar las relaciones entre las jóvenes casaderas de la localidad y los jóvenes tanto del lugar como de los alrededores, dentro de la estricta decencia y rigidez de costumbres que reinaba en aquella comunidad agraria y supongo yo que religiosa. Tal como me lo contaron, lo cuento.

     Sigamos de la mano de Antonio y Cristóbal, dos veinteañeros solteros y en edad de emparejar, que un sábado de aquellos, a la caía de la tarde, aseados, afeitados, peinados y con mudas limpias, acuden, como tanto otros a El Lugar.

     Las casas blanqueadas y limpias, en esa perfecta alineación comentada de sus calles desiertas, presentaban sus puertas entornadas. Pero lo curioso es que a la dorada luz del atardecer presentaban junto a ellas sillas vacías. Las típicas sillas de madera con el asiento tejido de anea. Había puertas con una silla, otras con dos, con tres, incluso alguna con cuatro. Otras no tenían ninguna.

     El código era fácil de descifrar: cada silla en la puerta indicaba el mismo número de mozas casaderas que moraban en la casa. Los jóvenes buscadores no pueden por tanto errar.

     Antonio y Cristóbal, tras dar varias vueltas por las calles, se deciden por una casa esquinada que presentaba dos sillas en su puerta. Se acercan, cogen cada uno una silla y tocan con los nudillos a la puerta:

     - ¿Da usted su permiso?

     - Ustedes lo tienen –responde una voz recia desde dentro.

     Al traspasar el umbral se descubre el espectáculo interior que podo difiere al de otras casas colindantes con sillas a su puerta: Alrededor de la mesa se sientan el padre, la madre, el abuelo, la abuela, una tita materna que vive con ellos, el hermano mayor, y por supuesto las dos hijas mocitas anunciadas con las sillas. La abuela y la tita limpian lentejas, la madre recose un pantalón de faena, probablemente echándole una culeras y las dos hijas bordan en un bastidor, posiblemente unos apliques para su ajuar. El padre afila una hoz con un pedernal y el abuelo simplemente fuma.

     -Sean bienvenidos los señores –dice el padre.

     -A las buenas noches –responde ambos casi al unísono

     Y a continuación toman asiento invitados por el padre en torno a la mesa.

     En ese trajín, casi versallesco, se miran unos a otros, tratando de captar lo más posible los diferentes aspectos y comportamientos de unos y otros. Excepto ellas que se concentran recatadamente en sus labores, lanzado sólo furtivas miradas de soslayo.

     Es el padre, como dueño de la casa, el que inicia y dirige la conversación que comienza interesándose por la procedencia y ocupación de los mozos.

     Ello da lugar a nuevos temas sobre la siembra, el tiempo, las lluvias de este año, las fincas de los alrededores, las yuntas, los arados... a los que los jóvenes responde cortésmente a la vez que tratan de mostrar sus conocimientos agrarios sin dejar de mirar a las mocitas de la casa tratando de descubrir sus encantos y tal vez llamar su atención. Y ellas borda que te borda, oído avizor y tratando de corresponder a las intensas miradas de los jóvenes con otras no por furtivas como corresponde a su estado, menos tiernas e intensas.

     Desde el principio es Antonio el que consigue que la hija mayor se entretuviera más en devolverle la mirada. El cruce de amas es cada vez más frecuente e intenso.

     Cristóbal en cambio no logra que la menor le corresponda con la misma intensidad con la que él la requiere.

     Cuando ya la conversación estaba avanzada y las bocas secas del palique, el padre dice a la mayor:

     - María, ve a por el botijo del pozo, que prueben estos señores lo fresca que hace el agua.

    - Se agradece, dice Antonio.

    Y la tal María hace el paseíllo hasta el patio trasero, dando oportunidad a Antonio a que capte en profundidad el aire de la niña, su desenvoltura, su gracia al poner en el centro de la mesa el botijo cuya boca ancha esta cubierta por un precioso caperuzón hecho de croché y el pitorro tiene un afilado tapón de madera atado con una guita.

     Tras una ronda de buches de agua, en la que se pondera la frescura y calidad de ésta, la conversación sigue en torno a temas diversos: las familias de unos y otros, la cosecha que se avecina, la competencia de los tractores y las cosechadoras... Y las miradas consagran ya un juego furtivo de miradas y contramiradas. El padre sondea a los mozos, sus intenciones, sus posibles, sus planes y éstos contestan dejando entrever más de que en realidad son o tienen.

     Cuando ya la visita se ha prolongado lo suficiente, llega la hora de levantar el campo y para los mozos la hora de la verdad, la prueba de fuego de si han tenido éxito. Los mozos se levantan e inician una despedida también versallesca.

     - Pues nos vamos que se nos hace tarde. Que muchas gracias por la conversación y la acogida. Queden ustedes con Dios.

     - No las merece. Ya saben ustedes donde tienen su casa.

     Y la prueba final:

    -A ver niña ¿quién va a acompañar a estos señores a despedirlos a la puerta?

     Y de las dos niñas, sólo es María la que se levanta prontamente mientras que la menor hace como que no tiene ganas y sigue a lo suyo. Y bajo la atenta y complacida mirada de toda la familia acompaña a los mozos a la salida, pero llevando ya una sola silla que vuelve a poner en la puerta, mientras entabla el primer diálogo con Antonio, mientras Cristóbal se aleja discretamente hacia la esquina y repasa otras sillas de la acera.

     - ¿Volverá usted? –dice ella coqueta.

     - ¿Me esperará? –dice él desafiante.

     - ¿No ve que sólo he sacado la silla de mi hermana?

     - Pues que así sea –concluye él.

     Y ella vuelve a entrar, y al mirar la complaciente mirada de su familia, sabe que el próximo sábado no tendrá que sacar su silla, ya que el mozo pedirá permiso para entrar directamente, continuando la conversación familiar donde la dejaron e incluso podrá hacer que ella participe.

     Después la despedida en la puerta podrá prolongarse un poco más, eso sí, sin cerrarla ni poner ella los pies en el acerado.


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