Relatos agrarios

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     El paseo

 

     El paseo funcionaba los miércoles y sábados de siete a diez. Al menos desde los finales de los sesenta, cuando la primera apertura conocida en el pueblo empezó a permitir a las mozas y mozos exhibirse en tan corto periodo tratando de establecer los contactos y complicidades que la juventud necesita en un ambiente vigilado.

     Porque el trayecto del paseo, que comprendía la parte de la carretera que conduce a la capital desde casi el centro mismo del pueblo hasta las escuelas, ubicadas ya casi al final del mismo, donde empezaba el olivar de la Marquesa, estaba además tachonado de bares desde cuyas terrazas en verano y desde su grandes ventanales en invierno, todo se podía ver, vigilar, comentar y donde, en caso de urgencia, porque algún joven traspasara el límite de los permitido, se podía mandar aviso a la familia para que tomaras las medidas que el decoro y la buena fama del personal requiere.

     Las escuelas mismas, sus blancos edificios, a esas horas desiertos y apagados eran el límite tácito entre el paseo oficial, el lícito, el permitido, el bien visto, y la sombra del olivar, los prohibido, allí donde alguna que otra pareja, víctima de sus pasiones, se escurría al amparo de la oscuridad a destilar alguna que otra urgencia sexual.

     Un día los alumnos, con la picardía que da la inocencia, me habían enseñado aprovechando una de mis clases en contacto con la naturaleza, que ciertos olivos, un poco alejados de la vista indiscreta de la carretera y del paseo, tenían en su base, como al descuido, unos grandes cartones, como de frigorífico que servían de lecho a las parejas más atrevidas. Más de una, me dejaron deducir, había quedado preñada sobre el logotipo de Fagor.

 

     Paco me buscaba en el recreo y se acercaba al corro en el que varios alumnos y yo comentábamos sobre todo temas deportivos. Su timidez acusada le obligaba siempre a estar en segunda fila y a nunca intervenir. Su cara blanca coronada de un rubio, rubio, delataba escandalosamente su rubor si me dirigía a él tratando de hacerle participar. Así un día tras otro.

     Notaba yo sin embargo sus furtivas y frecuentes miradas al patio de las niñas, sobre todo cuando tocaba la campana preludiando el final del recreo, llamando a formar las filas. Uno de esos días descubrí siguiendo su ansiosa mirada que ra Laura, una castaña redondita muy mona y vivaracha, también del mismo último octavo curso como él, el blanco de sus miradas. Como estábamos los dos solos en ese momento y lo había sorprendido in fraganti, le solté:

     - Es guapa, ¿no?

     La instantánea explosión de rubor en su cara y su mirada de casi pánico al verse descubierto, me confirmaron que había hecho diana. Huyó hacia su fila y se ocultó en ella.

     Pero yo ya sabía y él también sabía que yo ya sabía. Así que casi todos los días había un doble cruce de miradas en los momentos en que coincidíamos los tres y una sonrisa irónica por mi parte hizo que poco a poco hubiera complicidad entre Paco y yo.

     Un día que quedamos solos en un aparte del recreo, no pudo más y, aguantando su rubor, me hizo participe de sus tribulaciones como enamorado. Nada nuevo por otra parte desde que el mundo es mundo: lo peor no era no comer, no dormir, no centrarse en nada que no fuera ella, sino la incertidumbre de saber lo que ella pensaba, si le correspondía o no.

     - ¿Pero no se lo has dicho? -le pregunté.

     Su mirada atónita me indicó que no se le había pasado por la mollera hacerlo. Al menos de inmediato. Y menos en la escuela.

     - ¿Por qué no te acercas a ella en el paseo y se lo sueltas?

     Y de nuevo horror en su mirada. Sólo de imaginárselo.

     Juan era otro colega suyo, amigo del alma, que poco a poco también fue entrando en la complicidad. Y Juan, a instancias mías, fue también alentando a Paco en la idoneidad del abordaje en el paseo. Y de los dichos a los hechos, porque llegó el miércoles y Paco, mitad por su desesperación, mitad por nuestra insistencia, estaba casi decidido.

     Cuando dieron las siete, yo ya llevaba una hora de dominó en el bar más cercano a las escuelas. Me había sentado de cara al ventanal desde el que se divisaban los naranjos que bordean el paseo carretera adelante hasta que se llega al olivar. Puntualmente los grupos empezaron a aparecer caminando arriba y abajo en una curiosa sinfonía de paseos en la que insistentemente se cruzaban, se miraban, se saludaban o ignoraban, y se volvían a cruzar. Una y otra vez en un inacabable desfilar que los hacía girar al llegar al final de las escuelas y volver de nuevo a casi el centro del pueblo.

     Pronto vi a Paco, acompañado de Juan, bajo uno de los naranjos, que nerviosamente encendía un cigarro y se lo fumaba a hurtadillas. Sus miradas eran ansiosas a uno y otro lado. De pronto, se tensó, algo llamaba su atención por arriba, y era que Laura bajaba del brazo de dos compañeras paseo abajo. Pronto pasaron por delante de Paco y éste, a pesar de los gestos alentadores que le hacía Juan, permanecía como clavado en el alcorque del naranjo, dando continuas y desesperadas caladas al cigarro y lanzando también desesperadas miradas al trío que se alejaba paseo abajo.

     Lo que siguió no fue sino repetición de la misma escena una y otra vez. Pasaban los minutos al mismo tiempo que las chicas lo hacían paseo arriba, paseo abajo y Paco seguía clavado en el alcorque, fumando cigarro tras cigarro de un paquete cada vez más arrugado, ante la desesperación de Juan. Ellas echaban ya sonrisitas y miradas más o menos furtivas. Hasta que dieron las diez, y con ellas el paseo se despobló como por encanto. Sólo entonces Paco pudo salir de la sombra del naranjo y con paso apesadumbrado encaminarse hacia su casa con la compañía de Juan que en gesto amigo le palmeaba las espaldas, supongo yo que tratando de animarlo.

     El siguiente paseo, el sábado, me pilló ausente del pueblo, por lo tanto el no pude presenciar la escena, pero según me contaron el mismo Juan y el propio Paco, fue una repetición de lo visto por mí desde el bar.

     Pero el miércoles siguiente por la mañana bombardeamos al pobre Paco en un intento de lavarle el cerebro hacia la decisión final. Quedó prácticamente convencido, por lo que a la hora del paseo volví a colocarme en el mismo puesto de mi partida de dominó y ojo avizor en el alcorque de marras.

     Efectivamente y puntual allí estaba Paco cigarro en mano en la agridulce espera, acompañado del inefable Juan. Ellas llegaron a las siete y cuarto, es decir como tres cigarros después, y empezaron los acordes de los paseos y contrapaseos. Los primeros envites presagiaban una repetición de ediciones anteriores, con un Paco clavado y consumido en la indecisión, cigarro tras cigarro y un Juan animando ya con aspaviento a que se lanzara.

     No sé si fue a la que hizo veinte o tal vez veinticinco vez que Lauri y su cohorte de amigas pasaron delante de Paco, cuando este tomó por fin la gran decisión y, tras unas chupadas más profunda al cigarro de turno, se acercó a requebrar. Más o menos, según me contaron al día siguiente, la cosa fue así.

     - Nena, me tienes loco, ni como, ni duermo, ni vivo... sólo pienso en ti.

     Y ella, con aire ofendido, contestaba:

     - Que me dejes.

     Y Paco, chupaba el cigarro, y como tomando fuerzas de él, lanzaba otra andanada.

     - Nena, que solo pienso en ti, que tú me vuelves loco, que en la escuela ya no me concentro, que no tengo ojos sino para ti.

    Y ella repetitiva:

     - Que me dejes, tonto.

     Paseo arriba, paseo abajo, Paco, ya lanzado, rebuscaba argumentos para seguir castigando sin tregua.

     - Nena, dime algo, que yo no puedo vivir así, que ni como, ni duermo, ni vivo... etc.

     Y ella porfiaba:

     - Que me dejes.

     Y así hasta que la fatídica barrera de las diez estaba a punto de llegar. Fue una de las amigas, quizás la más experta, la que previsoramente avisó:

     -Laura, que ya son las diez. Teemos que irnos.

     Entonces la retahíla de Paco acabó con esta providencial pregunta:

     - Nena, ¿así me vas a dejar?

     Y por una vez su pregunta encontró una respuesta distinta y por cierto prometedora de ella.

     -Bueno, vuelve el próximo día.

     Y entonces quedó claro que el esfuerzo había valido la pena.

 

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