Relatos urbanos

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El Certificado de Adhesión al Movimiento

 

Bien, pues una vez aprobadas las dichosas oposiciones al glorioso cuerpo de maestros,  venía la parte del papaleo. En concreto era preciso adjuntar al expediente unos cuantos certificados: el antituberculoso, el de estudios, el de Instructor Elemental de Juventudes, el médico, el negativo de penales, el del buena conducta expedido por el párroco, el de buena conducta expedido por el ayuntamiento o  la comisaría de policía. Pero a mí, el que más me preocupaba era el de Adhesión al Movimiento Nacional.

Andaba por aquellos tiempos de penuria y de censura tardo-franquista colaborando con un periódico un tanto progre en el que se publicaban cosas al filo de lo que era políticamente correcto. Nada especial pero suficiente para que todos los que trabajábamos en él, fuéramos objeto de la atención de la gloriosa policía político-social, con la que ya había tenido algún desencuentro,

Así pues, al límite ya del plazo de entrega de la documentación, me acicalé lo más modositamente que pude y me dirigí al Cuartel de Falange, ubicado en un palacete de la Puerta del Rincón, donde también estaba ubicado un hogar de la OJE y unas instalaciones deportivas.

Había que subir por unas escaleras al primer piso y en esas escaleras sobrecogía una monumental fotografía en blanco y negro de José  Antonio Primo de Rivera, esa en la que aparece con las dos manos gesticulando en el discurso del teatro de La Comedia. La foto unía los dos pisos ocupando todo el lateral del rellano. Así que cuando llegué al negociado de certificados, entre la subida de los escalones, la imagen impresionante de la escalera y mi propia preocupación, no me llegaba el resuello. Imaginaba miles de preguntas que me podrían hacer sobre el Glorioso Movimiento, sobre el Caudillo, sobre el Fuero de los Españoles, sobre… qué se yo. Aparte que temía cualquier relación entre mi actividad periodística progre y mi pretensión de ser maestro nacional, pudiera atascar la concesión del imprescindible certificado. Así me sorprendió la voz del funcionario, que secamente me inquirió:

-¿Qué quieres?

Yo, apenas balbucí, entre lo que llevaba encima y la áspera voz del personaje:

-Un… certificado… de adhesión del Movimiento.

-¿Para qué es? –volvió a inquirir con desagradable tono.

-Para las oposiciones al Magisterio

-¿Cómo te llamas?

Ahí sí que me temí lo peor. Por un segundo vislumbré que, tras decirle el nombre, echaría mano de un fichero donde figurarían mis pecados políticos, mis antecedentes. Sin embargo se limitó a rellenar un impreso, y tras pedirme algunos datos más sobre domicilio, fecha de nacimiento y demás, cogió un sello de tampón, y tras mojarlo en la almohadilla azulona, dio un seco golpe junto a la firma que acababa de hacer al pie del documento mientras me decía con su desagradable voz:

-Son diez pesetas con cincuenta céntimos.

Y me lo tiró encima del mostrador.

Pagué lo más rápidamente que pude y abandoné la estancia lo más veloz que me fue posible, con mi codiciado certificado bajo del brazo. Mientras descendía las escaleras y dejaba atrás la impresionante y sobrecogedora foto incono falangista, solo me preguntaba una y otra vez

-¿Y esto es todo?

El Certificado de buena conducta del párroco

 

También fue curioso el certificado de Buena Conducta del Párroco. A la sazón yo pertenecía a la Parroquia del Sagrario de la Catedral de la que era párroco Castillejo Gorráiz, antes  de ser canónigo y de su periplo bancario. Fui a verlo por la noche al término de la misa de 8. Tras cerciorarse de que yo era feligrés suyo me citó al día siguiente, también después de misa.

En previsión de conflictos y tratando de suavizar el trámite, al día siguiente volví a vestirme lo más formalmente que pude y acudí antes de la hora de la misa. Ocupé un lugar desde el que era bien visible y seguí la ceremonia con pulcritud y devoción –lo que para mí no era óbice-.

Al término de la misma, respetuosamente seguí a don Miguel hasta su minúsculo despacho que estaba al final de la capilla. Tras recordarle el objeto de mi visita –que como es lógico se le había olvidado- me invitó a sentarme al otro lado de la mesa de despacho en la que el también se sentó con su gran humanidad física.

Acto seguido abrió los brazos y los cerró sobre su cara que quedó tapada por sus dos gordezuelas manos mientras que se acodaba en la mesa al tiempo que hacía una profunda inspiración respiratoria.

Los primeros segundos, me parecieron normales dentro de una supongo reflexión, o meditación o algo así.

Pero pasaban los minutos y el párroco no se movía. Seguía la concentración alargando la espera angustiosamente para mí, que no sabía qué hacer. Por un momento temía que le hubiera dado un infarto, o que se hubiera olvidado de mi presencia, o de que estuviera buscando razones a favor o en contra del certificado…

Yo no sabía si toser o no, o si cualquier tipo de interrupción provocaría una reacción desfavorable a mis pretensiones. Pero realmente me angustiaba que le hubiese ocurrido algo, cualquier trastorno y yo no hubiera actuado correctamente. Y los minutos seguían pasando.

Por fin, y realizando otro profundo suspiro, retiró sus gordezuelas manos del rostro y abriendo una negra pluma estilográfica de dorado plumín, rellenó a mano una carta de la parroquia donde enumeraba mi intachable conducta y mi buen hacer de cristiano que me habilitaba para el ejercicio de la docencia.

Con él bajo el brazo salí del Sagrario con la idea poco clara de si se lo debía todo al Altísimo o a esa sobrecogedora meditación de su párroco que me tuvo en vilo tan largo rato. En aquel tiempo no había aún teléfonos móviles.

 

 

 

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