Cuentos en 3 tiempos

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Benito

 

La  plaza presentaba sus soportales llenos de negocios diversos: desde el modesto restaurante donde una pizarra anunciaba el Menú del día, a 9 pesetas, al almacén de cacharrería de cerámica en el que se apilaban macetas, platos, botijos, mosaicos y todo lo que la mente del alfarero puede sacar del horno.

También la churrería de inconfesable olores a apetitosos refritos, y la zapatería donde toda una colección de zapatos con suelas “de avión”, botas camperas, alpargatas, prometían calzar a todos los pies que con un bajo presupuesto se acercara a ella. Y no olvidar la abarrotada librería de viejo en la que se apilaban los más desconcertantes títulos en ediciones baratas, o fondos editoriales o ejemplares milagrosos tanto por el contenido como por el continente.

Pero donde más surtido y heterogeneidad podría encontrarse era en el puesto de Benito, que recogía el fruto de derribos, desprecios de herencias familiares, secretos de cajones de las más recónditas cómodas y objetos que durante decenios habían pertenecido a sus legítimos dueños, hasta que la muerte le sobrevino y sus deudos decidieron limpiar la casa llamando a Benito quien, por unos cuantos duros, se llevaba todo lo inllevable.

La técnica de venta de Benito, mejor dicho, una de sus técnicas de ventas, consistía en romper la pieza y separar las partes repartiéndolas por sus montones de objetos, o de cestas, o de estanterías o de expositores. Así que una radio antigua por ejemplo, era hábilmente diseccionada: el mueble iba a un montón, el chasis con sus lámparas y transformadores a otro,  los cables y enchufes arrojado a una espuerta llena de ellos. Cuando el comprador encontraba el mueble licitaba por él y Benito, tras cerrar el precio, le ayudaba a buscar el resto de las piezas que lógicamente eran cobradas por separado.

Con semejante comerciante fuimos a dar Paco, Rafael y yo una soleada mañana otoñal en la que Rafa nos había comunicado que a su tía se le había quedado vacío uno de los varios pisos que tenía en alquiler. Hasta que salieran nuevos inquilinos, el piso podría estar a nuestra disposición y era posible, bastante posible, poder montar un guateque. El problema era la música: contar con un picú en los años sesenta no estaba al alcance de cualquiera.

Husmeando entre los montones de chatarra de las espuertas de Benito, fue Paco el que encontró un herrumbroso motor que en sus buenos tiempos habría pertenecido a algún tocadiscos que la mente comercial del chamalirero había separado en no se sabe bien cuántas partes.

Era un motor eléctrico lleno de óxido, manchones de grasa reseca y  del que salía un eje, en sus tiempos niquelado, alrededor del cual tenía tres flejes con tres contrapesas. Cuando los flejes se abombaban gracias a una palanquita que tenía el conjunto, las contrapesas estaban más alejadas del eje y el motor iba más despacio, cuando se ponían más cerca del eje, ofrecían menos resistencia y el motor iba más rápido. Las tres posiciones posibles se correspondían con las tres velocidades en las que en aquel tiempo podían girar los discos singles: 33, 45 y 75 revoluciones por minuto.

En otra espuerta encontramos un viejo plato que posiblemente había pertenecido a otro tocadiscos descuartizado por Benito y los restos de un brazo por supuesto sin aguja, y tras dura negociación cerramos en trato con él en quince pesetas. Con nuestra trabajada compra nos fuimos a casa de Rafa y comenzamos la penosa tarea de quitar óxidos, limpiar ejes y engrasar el conjunto. A las pocas horas comprobamos que el motor funcionaba a la perfección.

A falta de otro soporte instalamos motor y plato en una caja de lata de forma cúbica de galletas María que previamente habíamos forrado con plástico autoadhesivo –creo que con Airon-fix-, con el  dibujo de madera veteada y al plato también le pusimos un forro de autoadhesivo terciopelo negro también de plástico autoadhesivo. Quedó un conjunto vacilón pero que aún no se oía: sólo giraba. El tema de la palanquita para cambiar de velocidad fallaba de vez en cuando y pasaba de una a otra de manera inesperada, pero no le dimos mayor importancia. Total una canción apenas duras tres minutos.

Tras ímprobos esfuerzos económicos y tras rebuscar por todos los rincones conseguimos reunir unos cuantos duros más y comprar la aguja y yo fui el encargado de aportar la radio de válvulas que me había regalado mi abuela.  Paco, que estudiaba electrónica por correspondencia en CCC,  nos dijo que todo consistía en sacar un cable de la etapa amplificadora de la radio, así que, probando, probando y tras más de un chispazo y calambrazo dio con la dichosa etapa amplificadora a la que soldamos el cable que venía de la aguja del brazo. Y los dichosos fuimos nosotros que al fin pudimos escuchar en nuestro invento un disco de Los Brincos que habíamos ganado en un concurso de EAJ 24 Radio Córdoba.

Primera fase conseguida.

Con las tías de Rafa fue dura la negociación. Que nos dejaran el piso para un guateque no era tarea fácil pero tras prometerle y jurarle no sé cuántas prevenciones y seguridades conseguimos al fin las ansiadas llaves.

El resto fue relativamente fácil: tres duros por un guateque con música y bebida no eran excesivos y pronto tras comunicarlos a los chicos que conocíamos, logramos reunir dinero suficiente para comprar coca colas y ginebra  para su inicio. En aquellos tiempos bastaba con esos ingredientes.

Así que el domingo señalado, enchaquetados y encorbatados empezamos a recibir, poco después de las seis de la tarde a todos los invitados. Las chicas no pagaban y la verdad es que acudían como moscas.

La hermana de Rafa bajó hielo de su casa que había fabricado desde el día anterior y bien pronto la música sonaba a un nivel aceptable. Paco, Rafa y yo mismo nos íbamos turnando en controlar las entradas y las segundas copas que se pagaban aparte y además en marcarnos algunos bailes que era el fin primordial del invento.

La primera vez que la palanquita saltó y pasó de 45 a 74 revoluciones por minuto produjo sobresalto al principio y risitas nerviosas después. Fue Paco el que se remangó, dio la vuelta a la caja de galletas disfrazada y reparó el fallo. Las manos le quedaron algo grasientas. Pero el baile se reanudó.

Las bombillas tenían papeles celofán de colores, la noche empezaba a caer, y la coca cola y la ginebra ya iniciaban su misión, por lo que los bailes, a ritmo lento sudamericano, y, por supuesto agarrados, alcanzaban los primeros calentones.

Y cuando mejor iba la cosa, la palanquita volvió a saltar, creo que sonando El Mundo de Domenico Monduño. Esta vez las risas iniciales dieron paso a las primeras críticas al equipo musical. Fue Rafael el que se pringó esta vez y creo que añadió más grasa al conjunto, con lo que no tengo claro si mejoró o empeoró su funcionamiento.

Precisamente me tocó a mí la vez siguiente que saltó la palanquita, cuando mi pareja había aflojado la presión de sus brazos delante de mi pecho y permitía que el contacto físico fuera más atrevido. Maldije por lo bajo y me acerqué la dichosa caja a reparar el mecanismo. Ya empezaron a irse las primeras parejas.

Bien, pues la cosa siguió más o menos igual y poco a poco el guateque se fue desinflando. Es verdad que nadie reclamó, puesto que era evidente nuestros esfuerzos y además tampoco había mucho donde elegir en el barrio.

Las últimas coca colas nos la tomamos llenos de grasa mientras decidimos desmontar el equipo y tratar de encontrar otro motor con  menos fallos.

Así que al día siguiente, con el motor perfectamente limpio, engrasado y reluciente dentro de lo que cabe, fuimos a ver a Benito. Nos quedamos helados cuando después de enseñárselo y decirle que se lo queríamos revender nos respondió con gesto de asco e indiferencia:

-¿Para qué quiero eso? ¿Quién va a comprar una cosa así?

En nuestra bisoñez no entendíamos que era otra de las técnicas de Benito. Nosotros porfiamos diciéndoles que él nos lo había vendido oxidado y sucio y nosotros se lo ofrecíamos limpio, reluciente, engrasado y funcionando a la perfección. Pero él erre que erre. Y cuando le hablamos de quince pesetas creo que hasta se carcajeó.

Menos mal que a Paco se le ocurrió que lo queríamos vender para comprar otro más potente. Esa sí que fue medicina santa. Y cambió la cara de Benito. Así que nos habló de otra ganga que tenía en una de sus espuertas: efectivamente sacó un motor de más calibre cuyo cambio de velocidad no era mecánico sino eléctrico. Cuando comprobó que se nos caía la baba al mirarlo, se dejó caer que su precio era quince duros. Y tras dura negociación por el nuestro nos dio, eso sí haciéndonos un favor, ¡siete pesetas! Pero ya entonces teníamos las ganancias del guateque fallido y sobre todo el diablo del baile en el cuerpo, así que cerramos el trato sin atender a otras ofertas que nos hacía Benito sobre trozos de altavoces, cajas acústicas, platos de mejor pinta... todo en tentadora oferta.

Benito nos dio también una de las mejores lecciones de economía y sentido común de nuestra vida.